El despertar de la diosa Afrodita, reina del placer sexual

Por D. Orestes

Su cuerpo desnudo sobre la cama dibujaba su lujuriosa silueta entre las innumerables curvas que agotadas se plegaban sobre su torso. Un pecho se asomaba entre los pliegues que las sábanas dejaban adivinar haciendo que mis manos cobrasen vida propia y se acercaran hasta sus laterales para poder acariciarlo detenidamente. Fui retirando la única protección que le quedaba a su otro pecho mientras las yemas de mis dedos sobre sus pechos la despertaban del pequeño letargo. Sus ojos empezaron a despertar esa chispa que horas atrás había podido experimentar mientras nuestros cuerpos se fusionaban en uno sólo. Tras esa mirada mutua mi rostro fue bajando hasta sus pechos, ella agarró mi cabeza mientras mis labios se perdían en sus hermosas y rosadas aureolas.

Ella apretaba mi cabeza mientras mi boca repasaba cada parte de sus pechos, salivando y humedeciendo sus pezones de tal forma que al rozarlos los notaba cada vez más duros al tacto de mi lengua. Pequeños gemidos salían de su boca mientras con los dedos rozaba los laterales de sus pechos. Eran míos en ese momento, los masajeaba y los duchaba, los calentaba con mis manos, los secaba con mi aliento. Mis manos dibujaban sus voluptuosos pechos mientras mis besos exploraban cada porción de su piel. Ya podía notar sobre la comisura de mis labios la erección que el abrigo de mi lengua había hecho en sus pezones.

Mis besos se deslizaban por todo su cuerpo dejando tatuada en su piel el calor de mi esencia por donde mi lengua pasaba. Bajando lentamente donde mis dedos araban con delicadeza su sexo separando los pliegues que ocultaban su entrada. Comenzando a beber de ese manantial que brotaba de su interior, rozando mi comisura de los labios con las finas láminas que separaban los suyos. Su sexo respiraba sobre mi rostro, dejaba esa humedad latente, ese vaho que intentaba transpirar mi piel y se pegaba a cada poro quemándome de deseo. Sus caderas se contoneaban de manera brusca de manera que impedían que pudiera respirar otra cosa que no fuera su sexo. Mi lengua ávida de placer buscaba cada rincón de su sexo, explorándolo de una manera ansiosa mientras mis dedos servían de frontera que delimitaba el recorrido que mi lengua debía hacer.

Mis dedos se bañaban libidinosos en el mar de su esencia mientras mi cuello giraba sobre su sexo transmitiendo escalofríos por todo su cuerpo. Ríos de esencia corrían por los laterales de ese volcán en erupción bañando mis labios con ese calor interior que desprendía. La respiración se hacía más profunda, notaba las contracciones de la misma, agitando la cueva como si de un temblor se tratara y haciendo que las paredes de la misma desprendieran mucho calor. Me quemaba los labios de forma desmesurada mientras las paredes se dilataban dejando entrar una bocanada de aire en el interior que aliviaba mis entumecidos labios. Un silencio se hizo en el dormitorio, interrumpido después por una avalancha de placer y calor que no consiguieron borrar la sonrisa que mi rostro se dibujaba sobre su sexo.

Mi veneno había hecho el efecto deseado, mis dedos como afilados arpones habían inyectado toda la sensualidad que tenía en mi interior. Mis dedos salían de su interior mojados en la esencia que había lubricado mi rostro en la explosión de placer de su gran orgasmo. En efecto la diosa había salido, se había expresado, volviendo a la tranquilidad de su templo donde descansaría sólo hasta cuando esa ofrenda de deseo volviera a hacerse presente.